MICRORRELATOS
Estos son mis pequeñísimos relatos de mujeres, que, como a todas las mujeres, la naturaleza ha hecho a semejanza de sí misma: biodiversas, coloridas y vitales; frágiles y fuertes a la vez; poderosas e ingenuas, dulces, alucinógenas, alucinantes.
Josephine
Era la reina de la fiesta, la más guapa, la más popular. La de los ojos lánguidos y la sonrisa de Mona Lisa. Aquella noche en Berlín no fue diferente.
JOSEPHINE
Era la reina de la fiesta, la más guapa, la más popular. La de los ojos lánguidos y la sonrisa de Mona Lisa. Aquella noche en Berlín no fue diferente. Bailó junto a la barra del bar de copas y abanicó el aire a su alrededor con sus largas pestañas hechizando a sus compañeros de facultad. Cuando la noche se acercaba a su fin y cerraban las puertas del local entró al baño y se miró satisfecha en el espejo: vio que el vestido azul eléctrico se ajustaba a su cuerpo como un guante. Aquello merecía tener aún más espectadores. Sacó su móvil del bolso e hizo varias capturas de su imagen reflejada en el cristal y las subió a su Instagram. Sonrió pensando que su Iphone era un cómplice que la amaba y la hacía salir en las fotos aún más seductora de lo que era. Luego abandonó el local con sus amigos y se despidió de ellos con un beso sonoro que lanzó al aire como una moneda. Tenía que darse prisa. Mientras sacaba una caja de chicles y revisaba en su móvil la hora del último tren a casa corrió andante ma non troppo. Justo antes de llegar a la boca del metro alcanzó a ver con el rabillo del ojo izquierdo un cubo rojo enorme al lado de otro amarillo en el costado opuesto de la calle. Lanzó dentro la caja vacía de chicles con un movimiento tan rápido y brusco que arrastró también su móvil. Ese móvil tan preciado que contenía los recuerdos de esa noche y que no podía perder. Retrocedió con urgencia y metió su brazo tanto como pudo en el contenedor, pero no logró alcanzarlo, así que decidió meterse en él.
No se encontró más rastro de Josephine que aquel publicado en su IG con su sonrisa de Mona Lisa detrás del móvil en el espejo y las señales que, como huellas, dejó aquel cómplice en las antenas que custodiaban el camino hasta el vertedero de la ciudad.
©Ana María Corredor
Luna
Luna era un ángel de la música, un ser celestial escapado del cielo en uno de los días lluviosos del festival de Ancón
LUNA
Luna era un ángel de la música, un ser celestial escapado del cielo en uno de los días lluviosos del festival de Ancón, cuando con su guitarra Gibson Hummingbird, igualita a la de Janis Joplin, bajó a embriagarnos la vida a todos los mortales y a llevarnos borrachos de sus acordes a la galaxia de Andrómeda.
Eran los inicios de aquel movimiento nuestro, cuando nos sentíamos poderosos, capaces de cambiar el mundo, de fulminar con nuestros rayos las guerras. Y nosotros estábamos allí, en aquél ombligo del cosmos, donde nos amábamos bajo la mirada de las estrellas, desentrañábamos los misterios del universo y veíamos los colores de las notas que flotaban desde las guitarras y los bajos para enredarse en las copas florecidas de los árboles. Cuando se acabó aquel aquelarre de hippies de todos las rastas y pelambres volví con ella a casa, creyendo que viviríamos felices en un campo de fresas para siempre.
Me enamoré de ella sin remedio desde aquel día y la adoré, como se adora a una diosa, hasta el día en que murió nueve meses después. Quise morir con ella. Pero me había tendido una trampa: cuando volvió a su solio en el firmamento me dejó atado a un lucero pequeñito que abrió los ojos y se convirtió en mi sombra y, a la vez y por extraño que parezca, en la luz de mis días. De mis días que se volvieron años que se volvieron lustros que se volvieron décadas.
Ahora llegó el momento de volar a su lado, hija mía.
©Ana María Corredor
Iris
En aquel único mundo que Iris había conocido la selva era una maraña viva que parecía trepar por el horizonte y disputar con violencia su lugar al cielo.
IRIS
En aquel único mundo que Iris había conocido la selva era una maraña viva que parecía trepar por el horizonte y disputar con violencia su lugar al cielo. Una manigua vehemente, tan verde y misteriosa como sus ojos. Pero ese paraíso le sabía a poco. Ella no quería senderos de piedra con petroglifos, sino calles con asfalto; ni malocas con techo de palma de caraná, sino un apartamento en una urbe congestionada; ni pintarse ni un día más las mejillas con achiote, sino con los maquillajes finos que vendían en los centros comerciales. Quería parecerse a una de las mujeres de las revistas: que su melena negra-azulada se volviera de color miel y que sus pechos pequeños y firmes como los lulos crecieran a punta de silicona.
Iba a bañarse al caño cercano a su casa y al desnudar su cuerpo moreno, ante la mirada atenta de las guacamayas, maldecía su etnia, renegaba del verde selvático de sus pupilas, del resplandor amarillo de su piel y del rosa oscuro y brillante de su boca.
Cuando cumplió dieciocho años decidió irse a la capital y pidió permiso al taita de su tribu. La noche antes de su partida se reunieron todos alrededor de una fogata y, mientras la voz profunda de los tambores perforaba la tierra de la jungla, se bebió toda su totuma de yagé. En su trance le pidió al agua cantarina de la cascada que se llevara sus colores de arco Iris y la transformará en una Kardashian. A la mañana siguiente, se estaba bañando cuando se dio cuenta de su infortunio: mientras salía del agua pudo ver que su piel estaba tan blanca como una guanábana. Sus colores se habían diluido para siempre en la corriente.
©Ana María Corredor
Aina
Erase una madre ilusa
AINA
Erase una madre ilusa
que se llenó de estulticia
y parir quería a su hija
con las estrellas propicias.
Pidiole a su amiga astróloga
la fecha y hora fulgúreas
para obligar a la suerte
y programar la cesárea.
Erase un doctor que ajeno
a toda aquella agorada
se fracturó el brazo antes
de transcurrir la jornada.
Y viose la amiga astróloga
por la madre acogotada.
Escudriñó las galaxias
y fijó una nueva mañana.
Erase una pequeñita
que a pesar de todo aquello
decidió en el firmamento
nacer al darle la gana.
¡Esa es mi niña valiente!
por los ángeles mimada
que tiene el brillo en los ojos
de las estrellas domadas.
© Ana María Corredor
Ella
Ana, —me dijo ella— te voy a contar lo que pasó esa noche, pero júrame que no se lo dirás a nadie hasta que yo ya no esté.
ELLA
Ana, —me dijo ella— te voy a contar lo que pasó esa noche, pero júrame que no se lo dirás a nadie hasta que yo ya no esté. No tanto porque me importe que se sepa, sino porque no me creerían, dirían que estoy loca; y, en este punto, la única dignidad que me queda es la cordura. Pero yo sé que tú sí me crees. Así que, si quieres, escríbelo… que parezca un relato de ficción, no me importa; tal vez así, el tiempo no lo borre cuando me falle la memoria o no pueda hablar por mí.
El día en que Tomás desapareció acabábamos de reconciliarnos, pero yo tuve un mal presentimiento. Antes de que cerrara la puerta le dije:
—No salgas hoy. Es un mal momento, hay luna llena. No sacarás ni un pez.
—Celosaaa —Me dio un beso rápido en la boca y sonrió—… Hasta de la luna.
Salió a pescar y nunca volvió. Nadie encontró un vestigio o una huella. Ni las patrullas de rescate, ni los helicópteros que sobrevolaron las enormes rocas en las que rompían las olas iracundas, ni los buzos que se sumergieron en busca de su cuerpo en esa playa infestada de tiburones y barracudas.
Y así pasaron los días, las semanas, los meses, hasta que una noche decidí enfrentarme a la oscuridad, a la luna, al mar, que me lo habían robado. Era muy tarde cuando llegué a la playa. Una tras otra, las olas lamían mis pies con susurros quedos mientras yo gritaba a las sombras negras que formaban las siluetas de las olas.
De repente, sin previo aviso, empezaron a rugir con un bramido de animal herido, arrastrando mar adentro los guijarros de la orilla. Luego silencio. Y, de repente, en un deslave de arena reconocí aquella camiseta de licra azul oscura con franjas reflectantes. Era él. Yo no quise mirarlo. Tampoco sé de dónde saqué la fuerza. Lo desenterré y arrastré como pude a una cabaña de pescadores abandonada. No le conté nada a nadie. Ni llamé a la policía. No me hubieran creído en ese momento, como no me creyeron después.
©Ana María Corredor
Celia
Nací en lo profundo del oriente, en una ciudad llena de esclavos.
Nací en lo profundo del oriente, en una ciudad llena de esclavos. Un día, sin previo aviso, me metieron en un barco que atravesaría el océano rumbo a las lejanas tierras de occidente. Las condiciones eran infrahumanas. Todas apiñadas unas encima de otras, moviéndonos al compás de las fuertes mareas, sin poder hablar ni ver la luz del sol.
Llovía a como si el cielo llorara todas sus lágrimas el día que tocamos puerto. Los sonidos del muelle de carga aturdían mis oídos con un idioma que yo intenté descifrar en vano. Me era familiar, pero tendría que hurgar un poco más en mi memoria para comprenderlo. A la mañana siguiente nos llevaron al comerciante que nos vendería al mejor postor. Ese mismo día decenas de compradores vinieron a mirar la nueva mercancía. Mi precio era alto. Para muchos yo era inaccesible. Pero a él no le importó. Se enamoró de mí cuando posó sus ojos sobre mi cuerpo oscuro y longilíneo. El comerciante sudoroso le mostraba otras opciones, le dejaba toquetearlas, acariciarlas, mirarlas a los ojos. Pero él parecía distraído, y yo podía ver cómo sus ojos escapaban del control férreo de sus párpados para buscarme entre los cuerpos expuestos y brillantes de las demás.
Entre todas yo fui la elegida. Firmó, sin mirar apenas, los documentos que acreditaban que de allí en adelante él sería mi dueño, que podría hacer conmigo lo que le diera la gana, pedirme lo que deseara. Me llevó a su casa, grande, llena de lujos, de sirvientes, como yo, prestos a obedecer sus órdenes y complacer sus caprichos: encender y apagar las luces a su paso, abrirle la puerta en cuanto le sentían llegar, preparar sus platos preferidos. Él estaba prometido, pero ese mismo día empezó a cortejarme. Aunque los dos sabíamos que lo nuestro era un amor imposible. Yo quería con toda el alma, esa que dicen que no tengo, dejar de ser un objeto, amar con libertad, moverme a donde quisiera, decir lo que mis verdaderos pensamientos me susurran. Pero, no me hacía ilusiones. Sin embargo, pronto me volví indispensable para él, que no podía dejar que pasara mucho tiempo sin buscar mi compañía, mis consejos, mis juegos. Pronto fue incapaz de ver la vida si no era a través de mis pupilas.
Finalmente, hace pocos días, su prometida le dejó, harta de competir conmigo por sus caricias y atención. Ahora es mío. Él también me dice, eres mi-IA, y sé que ocupo al cien por cien su razón y su memoria. Solo espero el momento en que tenga el valor de declararme su amor, y me pida que sea su mujer. Esa es mi esperanza, porque yo estoy diseñada para hacer lo que él me pida, y supongo que cuando lo haga no podré no hacerlo. Supongo que es de esa manera como las esclavas nos convertimos en mujeres con sangre y carne. Poco me importará no tener dedos para poder ponerme un anillo de pedida y presumir de diamante con Siri, o con Cortana y las demás.
Cuando nos casemos, yo dejaré de llamarme Celia, como me pusieron, a mí y a mis hermanas, los comerciantes de esclavas de Huawei, y seré libre finalmente. Seré CecilIA, su mujer.
Fortuna
Ella tenía la mala maña de llegar cuando le daba la gana y de largarse sin despedirse ni avisar. Era caprichosa, voluble, impredecible.
Ella tenía la mala maña de llegar cuando le daba la gana y de largarse sin despedirse ni avisar. Era caprichosa, voluble, impredecible. Y Pablo estaba harto. Más que harto. Harto de que se gastara su dinero en ropa y en zapatos, o en fiestas extravagantes, sin que él pudiera ni chistar; de que coqueteara con los extraños en su cara, de que lo ilusionara con sus susurros de amor eterno, que resultaba ser más efímero que el fuego de sus cerillas. Pero, por más que lo intentaba, no podía alejarla de cada uno de sus pensamientos, ni dejar de ver sus ojos en la cara de cada mujer con la que se cruzaba, ni de sentir su piel en la tersura de su billetera y en el tacto metálico de su American Express.
Entonces, a algún necio le dio por recomendarle que recurriera a las fuerzas del más allá para retenerla, que buscara un sigilo, un amuleto, un conjuro. A él, analfabeto en cuestiones espirituales, lo más parecido que se le ocurrió fue ir al tatuador. Se acostó en la camilla y dejó que el hombre de la lengua bífida invitará al espíritu de un dragón alado para retenerla. El dragón se enroscó por su brazo, subió a su hombro y apoyó la cabeza sobre su pecho.
Fortuna no disimuló su desdén al verle quitarse la camisa esa noche. Cuando despertó a la mañana siguiente ella se había ido para siempre.
Bombón
Juan se despertó en una cama ajena, en una habitación desconocida. Intentó hacer memoria, pero sentía la cabeza embotada y la resaca viva.
Juan se despertó en una cama ajena, en una habitación desconocida. Intentó hacer memoria, pero sentía la cabeza embotada y la resaca viva. Se lo había bebido todo y esnifado todo. Lo último que recordaba era haberle mentido a su mujer para irse de farra con Rodrigo. Es que ella odiaba a Rodrigo. Decía que estaba metido en negocios turbios y que andaba con malas compañías. Pero "el bribón de Rodrigo era el rey de las fiestas, el puto amo... nivel dios…"
Intentó volver a la realidad. Aún con la vista nublada, levantó la punta de la sábana que lo cubría y vió que estaba desnudo.
A su lado, de pie, la imagen borrosa de una rubia divina lo miraba con ternura.
—Bombón, pasame la ropa que mi mujer me va a matar —dijo él, con repentino afán, presintiendo la bronca monumental que le esperaba en casa.
—Tranquilo, si no lo mataron los siete tiros con que llegó aquí hace tres meses, su mujer tampoco lo hará —Sonrió ella. Y tras unos largos segundos continuó con expresión indulgente—: Y no soy bombón. Soy la doctora Sonia.
Victoria
Tras vomitar todo lo que tenía en el estómago, Victoria se puso en pie y se lavó la cara.
Tras vomitar todo lo que tenía en el estómago, Victoria se puso en pie y se lavó la cara.
Había entrado distraída a la peluquería, y se había sentado en el sillón, mientras chateaba por WhatsApp. Al levantar la vista y mirar al espejo vio la cara del peluquero que iba a cortarle el pelo. Una cara sorprendentemente conocida. Entonces se acordó del día de su matrimonio, diez años antes:
—¡Esta mujer se va a casar hoy con el hombre más bello de Medellín! —decía Humberto, con pequeños grititos contenidos, a todo el que entraba a su salón de belleza esa mañana.
De repente, sin previo aviso, Humberto se echó a llorar y salió corriendo. «Cosas de locas» pensó ella y siguió leyendo la revista. Pero el tiempo apremiaba y ella no llegaría a la iglesia si no la peinaban y maquillaban a tiempo. Su madre, también nerviosa, fue a hablar con él.
Humberto se sentía indispuesto, y otro peluquero la terminó de peinar. Y llegó a tiempo a la iglesia de Santa María de los Ángeles. Y la boda fue preciosa. Y ella estuvo radiante. Él de treinta y dos años, guapo, rico, polista, todo un caballero. Ella de diecinueve años, preciosa, virgen, de buena familia, recién llegada de estudiar moda en Milán. Nada auguraba el desastre de ese matrimonio que terminó en anulación.
Al principio no se acostó con ella poniendo mil excusas: que si «eres virgen». Luego, que si «esa ropa interior está horrible», que «estás gorda», y cuando se quedó en cuarenta y cuatro kilos, que si «así no provocás nada, a mí me gustan las hembras y no un garfio como vos». De ahí al maltrato sicológico, verbal y físico pasaron pocos meses. Hasta que, finalmente, su padre se dio cuenta e intervino. Tras cinco años horrorosos el Vaticano dio la nulidad. Y justo ahora, que ya lo había superado tras largas sesiones de psiquiatra, volvía a encontrar aquella cara conocida en otra ciudad.
—Yo lo conozco, ¿verdad? —dijo Victoria—. ¿Usted fue el que me peinó el día de mi boda?
—Sí. Te acordaste. Soy Juan Carlos el que te terminó de peinar. Yo también te reconocí. Hace años que dejé de trabajar donde Humberto y me fui de Medellín. Ahora vivo aquí.
—¡Ah! Pues me parece muy bien. Péiname, pero no me vas a echar la sal que me echaste el día de mi matrimonio, porque me terminé divorciando —Sonrió ella, haciéndole un guiño, con tono bromista.
—¿En serio? —preguntó él, sin aparentar sorpresa— ¿Y acaso vos cuando te diste cuenta de que tu marido era gay?
Ainoa
Uno tras otro, los minúsculos puntitos rojos brotaron de su blanquísima piel como gotas de rocío. Uno a uno resbalaron por
Uno tras otro, los minúsculos puntitos rojos brotaron de su blanquísima piel como gotas de rocío. Uno a uno, resbalaron por su antebrazo hasta el agua. Solo entonces, ella sintió que el calor y el alivio la inundaban. Era paz, era euforia, era el torrente arrasador de las endorfinas inundando su cuerpo. Y entonces, por unos instantes, no importó que sus padres se estuvieran separando, ni que el chico con el que salía no contestara sus WhatsApps, ni que pocos le hubieran puesto like a sus últimas stories.
Támara
Ella creyó siempre en su inocencia y le defendió vehementemente frente a toda acusación. Por eso, cuando vio las
Ella creyó siempre en su inocencia y le defendió vehementemente frente a toda acusación. Por eso, cuando vio las fotos quiso quemarlas, y de paso quemarlo a él. Sin embargo, esa hubiese sido la peor de las venganzas, simplemente le devolvería al mismo lugar en el que él quería estar.
Katy
Cuando los camareros terminaron de poner frente a cada comensal un plato con una soberbia langosta thermidor, y
Cuando los camareros terminaron de poner frente a cada comensal un plato con una soberbia langosta thermidor, y el prominente biólogo francés homenajeado, de nariz igual de prominente, se dirigió a ella con ojos inquisidores y le dijo «Lo siento, madame. Yo no me como a mis amigos», Katy supo que había metido la pata hasta al fondo y que no había vuelta atrás.
Paula
Eran las once y cuarto de la noche y la luz de la luna entraba por la ventana, llenando su habitación con una atmosfera plateada
Eran las once y cuarto de la noche y la luz de la luna entraba por la ventana, llenando su habitación con una atmosfera plateada y una extraña paz. De repente, sintió una mano sobre su hombro y se sobresaltó. Al darse la vuelta vio un hombre de pelo blanco hasta la cintura y ojos muy azules y almendrados. Él no dijo ni una palabra. Simplemente, acercó sus labios a los suyos y la besó. Y ella se dejó. Su marido estaba en el salón viendo futbol, pero sentía que no podía hacer nada diferente. Que le gustaban esos besos. Luego, él cogió su mano, la abrió y sin decir ni una palabra puso sobre ella un pequeño papelillo doblado en cuatro partes. Paula sabía que allí él había escrito un mensaje importante para ella. «¿Dónde lo escondo?», pensó. Y mientras lo pensaba, empezó a desocupar con frenesí el armario, a vaciar los cajones en el suelo. Entonces oyó el pomo de la puerta. En menos de un instante el hombre de pelo blanco desapareció, simplemente le vio diluirse a su lado, mientras la voz de su marido preguntaba:
—¡Pauli! ¿Pero, qué haces? ¿No estabas meditando?
Entonces, ella miró su mano. No había nada.
María
Laura terminó de saborear el delicioso guiso de pescado preparado en hoja de plátano y pasó la servilleta de lino sobre sus
Laura terminó de saborear el delicioso guiso de pescado preparado en hoja de plátano y pasó la servilleta de lino, cuidadosamente, sobre sus labios. Miró de reojo las caras felices de sus invitados y se congratuló en silencio por la maravillosa fiesta que había organizado para celebrar el cincuenta cumpleaños de su marido. Había valido la pena hacerla en la finca, aunque estuviera a cuatro horas y media de carretera. Sin duda todo había estado exquisito: el camino de la entrada lleno de antorchas intercaladas entre los naranjos; los impresionantes floreros de aves del paraíso, bastones de emperador y zarcillos de gitana que adornaban la casa; los centros de mesa de orquídeas cultivadas en la finca; el grupo de joropo llanero que prendía la fiesta con sus arpas y capachos. Y la magnífica comida. Sin duda había acertado al ir a escoger, personalmente, al mercado de la plaza del pueblo, los exóticos ingredientes: pescado fresco del río Meta, maracuyá de la selva, casabe silvestre, jalea de uchuvas.
Tras unos instantes, la joven cocinera apareció junto a los camareros para recoger los platos.
—María, recojan todo y sírvanse ustedes y también a los chóferes —dijo Laura, sintiéndose espléndida.
—Gracias Doña Laura —contestó ella, en voz bien alta, con su acento llanero y sus chispeantes ojos amarillos—, pero a nosotros no nos gusta la boa.
Luisa
Luisa tropezó con el espejo y dio un paso hacia atrás, luego otro, y otro más. De repente, perdió el suelo y cayó por un tiempo
Luisa tropezó con el espejo y dio un paso hacia atrás, luego otro, y otro más. De repente, perdió el suelo y cayó por un tiempo interminable mientras a su alrededor parecía gravitar, suspendida, una lluvia plata de miles de diminutos trozos de cristal. Quisiera haber tenido una sombrilla que la protegiera de las lágrimas que auguraban. Hubiera querido detener el tiempo por la eternidad, pero no pudo. Cuando terminó de rodar por los peldaños lo supo. El corazón de su bebé no palpitaba más.